"-
Como si existiera una equivalencia entre el sexo y el asesinato.
-
Sin embargo, eso es lo que afirman sabios muy eminentes."
(Conversación
entre Jérôme Angust y Textor Texel)1
El
Umbral.
No
vamos a hablar de sexo. Ni siquiera de muerte, aunque ella nos esté
observando en cada sombra y pliegue. Haremos mención, mejor, al eje.
La delgada línea de separación. La indistinción
que se encuentra entre el sexo y el asesinato, dentro y fuera, norma
y excepción, lícito
e ilícito, vida
y muerte. Precisamente, la zona gris, la pequeña porción que se
encuentra en tierra de nadie, el alugar.
Los umbrales.
Lo
Sagrado.
El
umbral es el limbo sagrado, donde interceden dos planos. Son los
devaneos de las olas rozando la costa, la punta de una pirámide, o
de una catedral gótica, asentada en el suelo proyectándose al
cielo. Es la imagen manifestándose en el medio, como el haz de luz
sobre el papel fotosensible, el rasgar del grafito sobre el papel o
la isla emergiendo desde las profundidades. "Hablamos
en un mundo, vemos en otro"
, recuerda Debray.2
Todos son manifestaciones de un límite, una colisión entre dos
verdades, un umbral sagrado.
Lo
Profano.
Ahora,
crucemos la línea, hablemos de la profanación. El 26 de Noviembre
de 1922 el arqueólogo Howard Carter y el aristócrata inglés Lord
Carnarvon, acompañados de su séquito, accedieron a la cámara
mortuoria del, por el entonces desconocido, faraón Tutankamón.
Situada en un enclave sagrado para los egipcios, el Valle de los
Reyes, la tumba albergaba numerosos tesoros, fetiches y objetos de la
época destinados a acompañar al faraón en su viaje al más allá.
Todos los bienes fueron repartidos entre museos y colecciones
privadas. Profanados, les fue extirpado todo su sentido sagrado y
convertidos en mercancía, sólo como valor de cambio. Junto a la
cámara, se destapó también la leyenda de la “maldición de
Tutankamón” . Veintidós muertes asociadas a la excavación
hicieron correr los rumores de un maleficio. Tutankamón, el faraón
maldecido, desposeído de su lugar en la tierra de los muertos y
condenado a reposar el resto de la eternidad en una urna de cristal
empañada por el vaho de miles de turistas. Él también quiso
maldecir a quienes cometieron tal sacrilegio.
La
Isla.
En
1880 el pintor suizo Arnold Böcklin pintaba la tabla “La isla de
los muertos”. Ciento treinta y dos años después se nos aparecen
imaginarios de islas y muertos, islas muertas y muertos como islas.
El imaginario es una figura
opuesta a lo real, ligada a la conciencia, y en consecuencia a la
sociedad y sus imágenes del mundo, donde pervive una historia
colectiva de los mitos.3
Sumidos en nuestro imaginario contemporáneo, “en la actualidad
preferimos visitar los lugares de la imagen”4,
antes que pagar el tributo y acompañar a Caronte. Habitamos en la
imagen y nos movemos en el umbral brumoso temerosos de cruzar ningún
límite. Así vagamos como faux
vivans.
"-Es
a su piel a quién me dirijo."
4
Íbidem.
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